Por JR Salazar
Durante décadas la consigna de algunos sectores en Colombia, especialmente aquellos que prefieren una mínima intervención del Estado en aspectos vitales para la sociedad como la salud y la educación, ha sido que los docentes que laboran en las instituciones públicas trabajan menos horas a la semana que cualquier otro servidor público, reciben mejores salarios, tienen dos vacaciones al año y se inventan cualquier pretexto para irse a paro. Su visión es que la mala calidad de la educación impartida en las instituciones oficiales es responsabilidad total y absoluta de “profesores holgazanes”, más interesados en sus conquistas sindicales que en mejorar la instrucción que imparten a los alumnos.
Con la aparición del covid-19 las falencias estructurales que tiene la educación pública en el país alcanzaron niveles dramáticos. Una alta deserción que se suma al no cumplimiento de las metas que deben alcanzar los estudiantes en sus procesos de aprendizaje nos llevan ante un panorama desolador. Éramos muchos y pario la abuela, dirían en las generaciones pasadas para evidenciar que algo que ya estaba muy mal, se tornó peor. Obviamente, la propuesta de esos sectores que señalan al gremio de docentes al servicio del Estado como la fuente de todos los males, es que la única salida es la privatización total de la muy deficiente y costosa educación pública.
El panorama se extiende y repite por todo el país; podemos ubicarla la fotografía de esta realidad en Barranquilla, el Caribe o en cualquier parte de Colombia. La era del covid-19 y la educación es una lamentable historia que tiene varias maneras de ser contada.
EDUCACIÓN PRIVADA Vs EDUCACION PÚBLICA
La primera es la de Sofía, de dieciséis años, quien acaba de graduarse en una de las instituciones de calendario B ubicados en la vía a Puerto Colombia (Atlántico). Para ella el mayor impacto que tuvieron las clases virtuales fue la imposibilidad de cercanía física con sus compañeros de clase. De resto todo fue normal y hoy su gran preocupación es que por la pandemia debe aplazar su ingreso a la educación superior en Estados Unidos.
La segunda versión de esta historia la cuenta Camila, una joven de 14 años, que estudia en una institución educativa oficial del Distrito (Barranquilla), cursa noveno grado. Ella, al igual que Sofía, tampoco tiene mayores dificultades en cuanto a la conectividad o el uso de una red social como plataforma educativa. Su colegio es uno de los mejores de la ciudad y cuenta con una plataforma educativa propia, a través de la cual docentes y estudiantes cumplen su jornada académica diaria.
DIFICULTAD EN EL ACCESO
La tercera versión es la de Pablo, un niño de 12 años que vive en la localidad Suroccidente (Barranquilla) y cursa séptimo grado en una institución educativa oficial de su localidad. Todos los días se levanta temprano para “asistir” a clases empleando el vetusto y desactualizado celular de su madre, a través de la aplicación social WhatsApp. Y es que en medio de esta pandemia los profesores de su colegio reinventaron el uso social de esta aplicación y la emplearon para “dictar” clases. El problema es que tal y como lo comenta Pablo, a veces no hay para comprar datos, pues sus padres deben dar prioridad a otras cosas, tales como la comida o el pago de servicios. Sus profesores conocen esta realidad y continúan estimulando al niño para que no se retire del colegio y continúe sus estudios.
Los tres casos son un claro ejemplo de cómo la covid-19, no solo cambió nuestras vidas, sino que entró a cambiar la manera de aprender y de enseñar. Convirtió la casa y la escuela en un mismo espacio, haciendo que se reconociera a esta última, no solo como un espacio académico. También, como el lugar en donde nuestros hijos aprenden a relacionarse con los demás, a vivir y a convivir en medio de las diferencias. Pero, además, desnudó las profundas brechas sociales que en materia educativa existen en nuestra sociedad, que no solo se ven entre la educación pública y privada, sino que, dentro de las mismas instituciones oficiales, igualmente, se manifiesta.
Una cuarta versión de la historia la cuenta Alberto, un docente vinculado a una de las instituciones públicas en la localidad Suroriente, quien, como muchos, ha tenido que aprender a emplear nuevas tecnologías para diseñar ambientes de aprendizaje adecuados a la realidad actual.
Son largas horas de trabajo frente al computador o el celular para que sus estudiantes no se queden sin recibir clases. A esto se le suma la labor titánica de contactar a alumnos y padres para diseñar estrategias que permitan a los niños, niñas y jóvenes continuar en el proceso académico. Pero, sin lugar a duda, el mayor cambio que se requiere en estos tiempos de covid es la flexibilidad en el proceso de enseñanza – aprendizaje – evaluación.
ALTA DESERCIÓN
En Barranquilla hay 154 instituciones educativas distritales a las cuales asisten 210.000 alumnos y menos de la mitad cuentan con los recursos (económicos y técnicos) para poder afrontar las clases en virtualidad, haciendo que la deserción escolar sea una realidad para muchas familias y una las preocupaciones de las autoridades distritales.
Hoy, no se puede pretender continuar con la rigidez de la escuela en esta época. El World Economic Forum, plantea que esta crisis es la oportunidad para que la escuela priorice el desarrollo de las competencias sociales que nuestros estudiantes necesitan, entendidas como la resolución creativa de problemas, la toma de decisiones informada, la adaptabilidad y la resiliencia.